Sería cursi decir
emulando cierta frase al uso:
un poeta muere en mí cada vez que muere
un poeta,
entre otras razones, si bien la principal,
porque es mentira.
Es mentira que nada de lo que vive o muere
ahí afuera
sea una muerte trasladable.
Es mentira que los poetas mueran
puesto que ellos no respiran ni se nutren ni obtienen placer
como poetas sino como átomos compactos
con un cuerpo y una debilidad
(o una fortaleza)
que no entienden de oficios, aunque sí de experiencias.
Es mentira que la muerte de un poeta nos aflija
salvo que le conozcamos de cerca;
hay tantos poetas de los que nada se sabe
como existen artesanos ignotos o sabios recónditos o seres llenos de bondad
o amantes que no alardean y que hacen de su vida
secretamente
un ejercicio oferente y único a una mujer única:
como un don.
Nada muere dentro de nosotros
muera lo que muera en el extenso mundo.
A veces sí nos dan ganas de morir con ellos.
Pero son solo ganas y no aceptamos un acto estéril de cesión
de cuantas capacidades nos han sido adjudicadas.
Nada muere en cada uno sino por una vez
que no se puede contestar y de manera inadvertida:
tal es la fuerza de la sombra que renuncia a ser la nuestra
cuando ya no quiere saber nada de regateos.